30 de Octubre de 2016 - 11:00 a.m
El cambio de horario de otoño, permitió que durmiera una horita más. Me dirigí hacia la estación del tranvía metropolitano de la Bahía de Cádiz y desde allí viajé hasta San Fernando.
Caminar por esas callecitas solo con gente local, un domingo a las 11 de la mañana, hizo que recordara mi pueblito natal.
Recorriendo el lugar, siguiendo las indicaciones de una amable señora llegué a la calle San Mateo. Ya en la calle Real, una de las principales de la localidad gaditana, las campanas de la Iglesia Mayor de San Pedro y San Pablo, invitaban a entrar. Pude disfrutar de la misa, en el país de la cuna del catolicismo.
Al salir, no tenía más excusas. Había que ir a buscar a Lola.
Llegué a la dirección exacta. San Mateo 39. La puerta de la vivienda se encontraba semi abierta y mi corazón se paralizó por un instante. ¿Estaba totalmente segura de lo que estaba haciendo?
Pensé en seguir camino, llamar a mi abuelo y decirle que no había podido ir a San Fernando y que se olvide del asunto. Me daba miedo enfrentarme a tal situación. Si me atendía esa tal Dolores, ¿cómo iba a hablarle? ¿Qué le iba a decir? Hola, soy la nieta de un noviecito de Argentina que tuviste en los ’60? Me parecía bastante ridícula y hasta bizarra la situación. Además, ¿qué probabilidades había de que esa señora siguiera viviendo en esa casa? Ya había pasado más de medio siglo. Y peor aún, ¿si había fallecido? ¿No tenía ya bastante con lo de mi abuela, como para sumarle la muerte de uno de sus más grandes amores de la adolescencia? Y si para ella no era tan grato saber de él? Convengamos que mi abuelo, a pesar de su amor por ella, decidió volver a su país, armar una familia y ella no estaba incluida en esos planes. Gracias a Dios, porque si no yo no hubiera nacido.
Pero, por otro lado, ¿podía ser tan cobarde? Ya había llegado hasta ahí. Habiendo hecho tantos kilómetros, con la expectativa de un señor de 84 años en la mochila, aquel que parecía volver a la adolescencia cada vez que me hablaba de ella. ¿Podía realmente cargar con ese peso, estando tan cerquita, y no haber hecho nada? ¡Basta de pensar! ¡Tenía que ser valiente! ¡Tenía que actuar!
Golpeo una. Golpeo dos. Golpeo tres veces la puerta y no hay respuesta.
Abrí un poquito más la puerta y pude ver una especie de patio interno con plantas y un aljibe. Se oía una radio muy alta y muy mal sintonizada cantando un flamenco, que me pareció haberlo escuchado en una versión de Isabel Pantoja cuando era más chiquita.
Volví a golpear. Esta vez un poco más fuerte. Escucho voces y veo una sombra que se aproxima hacia la puerta. Me echo para atrás. A mi encuentro viene un hombre español, gordo, con camisa a cuadros y muy barbudo. Estimo tendría la edad de mi papá. Al verme, me sonrió y se quedo mirándome un instante de arriba abajo, sin entender mucho por qué alguien como yo estaba a la puerta.
- Buenas tardes Sr. Mi nombre es Paula, soy de Argentina y estoy buscando a una amiga de mi abuelo, que vivía en esta casa.
- Ostias tía! Que has venido desde lejos. ¿Argentina, dices? ¿A quién buscas?
- A Maria de los Dolores
- Ostias! Es increíble. ¿Tú hablas en serio? Pues mira, vaya que has tenido mucha suerte, argentinita. Maria de los Dolores era mi madre y sí, hasta sus últimos días vivió en esta casa. Yo vivo en Murcia, pero de vez en cuando vengo a visitar esta casa
Se me heló la sangre. No podía ser. Mi corazón se me iba a salir del pecho si seguía latiendo tan, pero tan fuerte.
- Lo siento muchísimo Sr. No sabía. Mi abuelo me pidió que tratara de localizarla cuando llegara, ya que no supo más nada de ella, desde 1964. Sinceramente, tampoco tenía demasiadas esperanzas de encontrar a alguien aquí.
- Oye! Vivas en el lugar del mundo que sea, la esperanza es lo último que se pierde, niña. Pasa.
Héctor tenía 50 años, fruto de una relación de una gaditana y un estadounidense, fue el primer hijo de 3 hermanos. Su padre había fallecido un año antes que su madre por culpa de un cáncer de páncreas que en el último tiempo lo había hecho sufrir muchísimo. Su madre falleció de un paro mientras dormía; aunque según él, murió de tristeza por haber perdido a su gran compañero.
-Mi mamá siempre me habló de tu abuelo como uno de sus grandes amigos del sur de los sures. Vivió con la esperanza de volver a verlo otra vez. Le mandó varias cartas antes de conocer a mi padre, pero por alguna razón, siempre llegaban de vuelta; quizás había algún error en la dirección de envío, por lo que uno de sus pedidos antes de morir, fue que si alguna vez íbamos a Argentina, intentáramos localizarlo y le hiciéramos llegar finalmente sus cartas. Creo que deben estar por aquí.
-¿Puedo verlas?
Todavía debían conservar su perfume. Amarillentas, víctimas de la humedad, esas cartas representaban un verdadero tesoro, luego de tan largo viaje.
- Las guardo como uno de los recuerdos más lindos de mi madre. Cada vez que me siento mal o la extraño, recurro a ellas y siento que me habla. Tu abuelo por lo visto también la recuerda con cariño. Llévale está. Tiene escrito, en su interior, uno de mis poemas favoritos.
Lo abracé. No sabía cómo agradecerle. Cruzar el hemisferio no había sido en vano. Mi abuelo estaría muy feliz. O eso creo. Era triste la noticia de que ella ya no estuviera, pero su búsqueda no había sido en vano. Había algo de ella que aun seguía esperando por él y me alegraba ser yo quien se lo hiciera llegar finalmente.
Me despedí, intercambiamos Facebook y prometí llamarlo desde la casa de mi abuelo cuando estuviera de vuelta en Buenos Aires.
Salí de esa casa con una sonrisa imborrable en el rostro y con la alegría de quien alguna vez tuvo un sueño y ayudó a otro a que cumpliera el suyo.
Continuara...