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Foto del escritorPaula Farias

Volver a casa. Volver a mi.


La oferta del voluntariado surgió como una clara invitación del Universo de todo este mágico viaje por Australia que tanto me esta enseñando.

Hoy, que es mi último día en esta granja en Beerwah, la cual fue mi hogar en las últimas dos semanas, logro entender por qué tenía que llegar hasta aquí.

Termino de escuchar el podcast de mi amiga Sol Forte (si aún no lo escucharon, les pido que lo hagan apenas terminen de leer esto) y todas aquellas palabras que hacía 14 días no lograban salir son dichas por ella con frases sabias y dulces. Ella hoy, como tantas otras veces, supo traducir ese mensaje encriptado que toda esta experiencia tenía para mí.

Para quienes no lo sabían, Yo, Paula Daniela Farias, obtuve un título luego de terminar mis estudios secundarios como TECNICA EN PRODUCCIÓN AGROPECUARIA.

(¡¡Toma pa´vo´!!)

¡Si! TECNICA EN PRODUCCIÓN AGROPECUARIA.

Interesante para quien me conoce, porque no doy ese perfil campechano, como para haber obtenido tal titulo después de 4 años intensos de estudio y práctica en el campo. Pero es así. Por lo que fue mucha la gente (y sobre todo en esto remarco a mi familia) la que se sorprendió cuando conté que iba a hacer este voluntariado. Mas de una vez, luego de terminar el colegio dije que odiaba el campo y jamás volvería ni a estudiar, ni a volver a realizar alguna practica en el tema. De hecho, en la Universidad, me fui a estudiar Relaciones Públicas.

Ósea… nada que ver…

Pero es así.

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El 18 de Julio, Charlotte paso a buscarme por el hotel en el que estaba alojada en Beerwah.

Era divina y hermosa. Ella estaba como voluntaria desde hacía dos meses.

Luego de 10 minutos de viaje, empezamos a adentrarnos en una zona mucho más rural.

El lugar para mí era inmenso, aunque ella me dijo que era bastante chico para lo que eran la mayoría de las “FARMS”.

La vista daba a unas montañas imponentes, que resultaba prácticamente imposible dejar de mirarlas.

Había abejas; vacas; chanchos y chanchitos; cabras y cabritas; gallinas; patos; una llama y tres perros.

La casa era super cálida y la familia hermosa. Mamá, papá y un niño (Jasper) de dos años que amaba como repetía todo lo que le decían con esa perfecta pronunciación del inglés.

No me había equivocado en aceptar el voluntariado. El sitio era realmente soñado.

Poco a poco me fui acoplando a la dinámica de la casa y al estilo de vida de esa familia australiana.

Todos poníamos nuestro aporte y nuestro grano de arena para que las cosas funcionaran: alimentando a los animales, cuidando a los perros, buscando leña para el fuego, lavando, planchando, cocinando, haciendo las compras y entreteniendo a Jasper.

La experiencia de ver como vive una familia, en otro rincón del mundo que no es el tuyo, sin lugar a duda, es una de las mas enriquecedora que me llevo de este hermoso viaje. Sin embargo, más allá de las diferencias culturales que puedan atravesarnos, hay cosas que se repiten hasta en el espacio más recóndito de la Tierra y son precisamente estos pequeños detalles los que hacen al verdadero calor de hogar.

La comida casera; el fuego en el hogar; la tele prendida en el living; los perros yendo y viniendo; juguetes por el jardín; la ropa secada al sol. Todo eso me llevaba a casa. A la casa de mis viejos para ser más exacta.

Yo nací en Buenos Aires (capital), pero hasta mis 25 años crecí en una casa en Alejandro Korn, un pueblito al sur del conurbano bonaerense. La zona es rural, por lo que, si bien no llevábamos una vida campestre, crecí viendo caballos atrás de mi patio y aprendí a andar en bici en una calle donde a los costados había terrenos inmensos de verde, con vacas por todos lados.

Es por ese motivo, que el campo siempre formo parte de mi historia.

Desde los 4 hasta los 14 años, estudié en el Instituto Yapeyú, una escuela bilingüe donde desde jardín hasta el fin de la primaria compartía mi crecimiento con las mismas personas, año a año.

Sol Forte, fue una de ellas. Alguien a quien conocí cuando tenía 8 años de edad y desde ese entonces forma parte de mi vida. Tan destinadas estábamos a encontrarnos que nuestras mamas no solo nos mandaron al mismo colegio, sino que también compartíamos el mismo barrio. Solo una cuadra nos distanciaba a una de la otra, por lo que no me es llamativo, que mi compañera de colegio, mi vecina, mi amiga y porque no decir mi hermana, sea hoy quien ponga en palabras lo que mi alma quiere decir y hace días no sabe cómo.

En diciembre de 2001 mi vida, como la del 99% de los argentinos, dejo de ser lo hermosa que era. A mi familia, como a tantas otras, le afectó la crisis económica que sufrió el país y durante todo el 2002 a mis papas se les hizo insostenible poder seguir enviándonos a mi hermana y a mí a ese tan prestigiado instituto, por lo que no quedó más opción que cambiarnos de colegio.

En 2003 luego de un verano donde mi mamá no dejaba de correr entre un colegio y el otro para que nos puedan dar el pase, conseguimos una vacante en el Instituto San José. Lo interesante en esta parte de la historia, es que no era cualquier tipo de vacante.

La única modalidad disponible era la de AGROTECNICA.

Mamá y Papá nos consolaron a Eri y a mí con que lo más importante era poder ingresar. Una vez adentro, supuestamente era mucho más sencillo cambiarnos a otra modalidad que se acercara mucho mas a nuestras preferencias (como Bienes y Servicios o Turismo).

Lo viví como una de las etapas más dolorosas de mi vida hasta ese momento.

Las primeras dos semanas, lloraba todos los días. Extrañaba a mis amigos de toda la vida. Acá era una completa desconocida y si bien no me considero una persona tímida, me era muy difícil socializar. La carga horaria entre el aula y el campo era muy alta. Entrabamos 7,30 am y salíamos a las 5 de la tarde. De vez en cuando podía incluir fines de semana o feriados.

Odiaba el colegio y a partir de ahí comencé a odiar el campo.

Cuando hice algunas amigas, ya no quise cambiarme. No porque no prefiriera las otras modalidades, sino porque no quería volver a enfrentar todo eso que tanto me había costado.

Los cuatro años que estuve allí, no fueron los mejores. Padecía al colegio, a mis compañeros, al trabajo en el campo, el olor con el que salía después de haber estado toda una tarde con los cerdos o con las gallinas, el viaje de vuelta a casa, llegar a casa y seguir estudiando. Todo.

En mi caso, este cambio de colegio coincidió a su vez con una de las etapas más duras que atravesamos, yo creo, todos los seres humanos: la adolescencia.

Esa etapa (que en mi caso fue de los 14 hasta los 18) en donde todos comenzamos a formar nuestra propia identidad, pero estamos tan perdidos con respecto a quienes somos y a donde vamos que parece que lo único que hacemos es SUFRIR.

Sufrimos porque nuestro cuerpo de pronto está cambiando y no sabemos bien qué hacer con él.

Sufrimos por el chico que nos gusta, que seguramente no gusta de nosotras.

Sufrimos por los amigos que ya no vemos tanto.

Sufrimos porque las cosas cambian rápido y no podemos controlarlas.

Sufrimos en una constante lucha con nosotros mismos intentando llegar a ideales impuestos de belleza a los que estamos lejísimos de alcanzar.

Sufrimos porque el mundo nos dice que ya no somos niños, pero a la vez tampoco tenemos la autonomía suficiente para movernos por nuestra propia cuenta.

Sufrimos porque odiamos la escuela, no le encontramos el sentido. Los profesores son hasta peores que nuestros padres y los compañeros peores que nuestros hermanos.

Sufrimos porque nuestros papas no entienden nada y nosotros creemos que nos las sabemos todas.

Sufrimos por ver a nuestros amigos dañarse los pulmones por fumar a escondidas de sus viejos o por ver a nuestra mejor amiga ponerse tan en pedo, que no puede mantenerse en pie un viernes por la noche.

Sufrimos porque queremos estar solos y que no nos rompan las pelotas, ni los ovarios, pero a la vez nos aterra la soledad. No pertenecer. Quedar excluidos y marginados.

Sufrimos por creer que somos más inteligentes si sentimos menos y lastimamos más.

Sufrimos porque de pronto las agresiones físicas y/o verbales muchas veces son las únicas formas que encontramos para hacernos respetar entre nosotros, para comunicarnos y hasta para protegernos.

Sufrimos porque no dejamos de destilar veneno, pero porque en realidad estamos heridos y no entendemos el porqué.

Sufrimos por el inicio de algo que se llama sexualidad, de la cual no entendemos nada, pero nos da pudor hablar con los adultos al respecto.

Sufrimos porque comenzamos a preguntarnos quienes somos, que hacemos y a donde vamos y no tenemos ni mínima idea de donde encontrar esas respuestas.

Sera por todo eso que las palabras de mi amiga resuenan tanto en mi cuando habla de Simba del Rey León o de Hamlet, con su conocido dilema de “Ser o No Ser”.

Contemplo este campo en el que estoy viviendo en Australia y no veo mucha diferencia con los campos de mi casa o con el de mi colegio secundario.

¿Odio el campo? ¿sí o no?

Hoy, luego de dos semanas de esta hermosa experiencia en Beerwah, puedo decir con certeza que NO. NO ODIO EL CAMPO.

Me encanta de hecho.

Ese olor del pasto recién cortado; la frescura del rocío cuando está amaneciendo; el olor a tierra mojada.

Los millones de estrellas que iluminan en ese cielo tan oscuro, sin las luces de la ciudad.

El tiempo que corre a una velocidad distinta de lo que lo hace en las grandes ciudades, porque el sol es quien guía las agujas del reloj del día.

El sonido de todos los animales que conviven en el entorno. Las chicharras a las tres de la tarde.

El viento; los árboles; el pasto; la tierra; el aire fresco y puro; el brillo del sol; las nubes; esas montañas.

Curiosas vueltas de la vida, este viaje sorprendente tenía destinado para mí una parada en un paisaje que me llevaba a etapas tan alegres y dolorosas de mi vida, como lo fueron la infancia y la adolescencia. Por lo que me fue muy difícil por varios años no asociar el campo con estas. Claramente una parte de mi necesitaba amigarse con un periodo de mi vida que por años trate de dejar sepultado y otra necesitaba volver a reencontrarse con esos años dorados donde se era feliz con mas juego y menos drama.

En estos días, sentí que me amigué incluso con esa Paula Adolescente que había olvidada en una parte del camino de mi historia. Hoy, puedo ver todos sus miedos, sus enojos consigo misma, con la vida y con los demás.

Hoy puedo abrazarla y decirle que ya paso.

Que esa etapa se acabó y que fue muy valiente.

Porque fue supo decir que NO a todo aquello que considero que no era bueno para sí, más que buscar ser aprobada por los demás.

Que gracias a todas esas personas y situaciones que las llevaron a sentirse mal hoy es una mujer mucho más fuerte de lo que era antes.

Que para poder perdonar y amigarse con el resto, primero había que hacerlo con una misma.

Que crecer nos dio más herramientas para enfrentar el mundo, que hoy ella recorre sin miedo y que se volvió su hogar.

Que es imposible evolucionar como seres de luz que somos, si nos criamos entre algodones.

Que a veces para saber lo que queremos en la vida, hay que atravesar los caminos de lo que NO queremos.

Que los demás no son los responsables de nuestra felicidad. Ni siquiera nuestros padres. Solo nosotros.

Que lo importante no es lo que aparentamos ser, sino lo que realmente somos.

Que en esa etapa donde todos buscamos un modelo a seguir para no quedar excluidos, las diferencias con los demás, son las que a la larga hacen que nuestra experiencia de vida sea mucho más enriquecedora.

Que el mundo no es tan malo como creíamos. Que la gente es buena y que papá y mamá más que querer complicarnos la vida, estaban ahí para guiarnos y enseñarnos como ser mejores personas. Que ellos muchas veces hicieron lo que pudieron más que lo que efectivamente quisieron y que solo los entenderemos cuando estemos en sus zapatos (ni antes, ni después).

Que aquellos que nos lastiman, son muchas veces los que más lastimados están por dentro y que nunca podremos ser felices y plenos a costa del sufrimiento de otro.

Que es necesario perdonar para sanar y así despedir a las etapas de nuestra vida con amor. Porque es la única manera en la que debemos cerrar los ciclos. Con amor.

Podremos así recordar lo bueno de las personas con las que compartimos ese tiempo y ese lugar y no solo lo malo.

Agradeceremos con el corazón, porque entendimos que todo lo que atravesamos era necesario para nuestra evolución.

Veremos la magia del Universo y la increíble perfección de su accionar, en la sincronicidad de los hechos durante nuestra vida.

Nos veremos a nosotros más íntegros, más fuertes, más seguros, más amorosos con nosotros mismos y con los demás.

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Sol, repite una vez mas la frase de Rafiki: “Oh, sí… el pasado puede doler, pero tal como yo lo veo puedes huir de él o aprender…”

Puede que muchas veces nos lleve muchos años entender porque atravesamos por las etapas que atravesamos, incluso puede que queramos olvidarlas para siempre y ahuyentar los recuerdos apenas se les ocurra asomarse si quiera, pero lo cierto es que eso no sirve de mucho. Hay fantasmas que podemos dejar para después, pero en algún momento no quedara otra que enfrentarlos.

La vida es realmente una aventura interesante. Porque cuando menos lo imaginamos, podemos estar llegando a encontrar eso que hasta habíamos olvidado. Volviendo en cuerpo y alma a esos lugares que formaron parte de nosotros, como lo fue en mi caso el campo y entenderemos finalmente que lo que vivimos es sin lugar a duda lo que debíamos vivir a fin de cuentas para ser hoy las personas que somos.

Cuando abrazamos y agradecemos nuestro presente, también debemos hacerlo con nuestro pasado, porque uno antecede al otro y al fin y al cabo todo eso forma parte de una sola cosa. Nuestra historia. Esa que nos hace únicos y que nos pertenece solo a nosotros y a nadie más.

Hoy entiendo que era necesario llegar a este campo en Beerwah (cuyo significado aborigen significa madre) y agradezco que así haya sido. Porque eso me llevó en parte a volver a casa; poder volver a ver el encanto del lugar en el que me crie; la importancia del calor del hogar no importa donde estemos; me llevo a volver a recordar una de las etapas más duras de mi vida, sanarla y hasta entender lo bueno que me dejo. Pude recordar a la gente que me hizo bien y perdonar a la que sentí que me había dañado. Recordar las cosas que me hicieron reír y no solo las que me hicieron llorar. Apreciar mucho más mis capacidades intelectuales, que hoy, habiendo pasado más de 13 años puedo recordar cuando veo estos animales, estas plantas y hasta las bolsas de alimento balanceado. Pude volver a abrazar todos esos recuerdos que me llevaron a casa, a mi historia y hoy me hacen ser quien soy.

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Sol, amiga mía. Gracias una vez más por compartir con el resto del mundo lo que haces con tanto amor y con tanta luz. Sabe que traspasa océanos, países y continentes. Traspasa los cuerpos, los sentidos y llega al alma. Esa que hace días no encontraba las palabras y hoy con solo escucharte puede agradecer le hayas puesto melodía a todo su sentir.

Gracias por ser mi amiga incondicional todos estos años, por la infancia, por los años adolescentes tan duros para nosotras, pero que tan divertidos los hiciste a mi lado y por esta adultez en la que nos seguimos eligiendo.

Gracias porque a pesar de la distancia y de que hace exactamente 51 días nos dimos ese último abrazo en Ezeiza te siento más cerca que nunca.

Gracias por esta vida, las que ya pasaron y las que vendrán, acompañando la evolución de todo mi ser.

Te amo amiga.

Hakuna Matata.

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